En ese sueño la naturaleza le acogía, tomaba formas insospechadas, las plantas cobraban vida, las nubes se acercaban a él, le acariciaban. Los colores brillaban más que nunca, mil tonos diferentes de verde le envolvían, el pelo rojo de la chica que estaba al lado suyo, el autobús rosa chicle que pasó por allí de nadie sabía dónde y hacia ningún sitio, las formas naranjas, rojas y amarillas con forma de mariposas entrelazadas que aparecían cuando cerraba sus ojos, una explosión de sabor en su boca cuando mascaba chicle.
Era curioso, aquello que el hombre había creado artificialmente llegaba incluso a producirle miedo, los edificios se abalanzaban sobre él, parecía que de un momento a otro le engullirían. No podía seguir mirándolos, tenía que huir de la civilización, tenía que contemplar la belleza de esa naturaleza que le acogía.
Se compadecía de aquellas pobres almas que vagaban con un rumbo fijo, con prisa, con obligaciones, y que no se paraban a contemplar lo maravilloso del paisaje, no podían, estaban inmersos en su mundo y nada les iba a hacer salir de él.
Era maravillosa esa sensación, no caminaba, iba flotando encima de una nube que se dirigía a algún sitio. Poco a poco una música iba haciéndose cada vez más audible, le gustaba, conocía esas canciones. Sin más dilaciones se puso a dar vueltas a un ritmo que no concordaba con lo que estaba sonando, era consciente, pero le daba igual, le apetecía moverse de esa forma y era lo que estaba haciendo. Se sentía libre. Mirar, observar, notar el viento en sus brazos, sentir. Sentir como nunca antes había sentido.